martes, 15 de diciembre de 2015

Luchando contra el tiempo.

¡Ajá! Te pillé.

Sé donde has estado todo este tiempo, dónde te has escondido. Has estado huyendo de mí.- le dije sonriendo.

Entonces el vampiro me miró, sonrió y me dio la espalda para volver a su trono mientras yo lo observaba desde la entrada del gris y frío hall donde todo empezó. Desde ahí veía su cabello negro cayendo por los hombros. Y sus ojos. Esos ojos plateados me miraban, nos miran. Tan terroríficos y magníficos como siempre.

martes, 23 de junio de 2015

Extraño



“Yo solía pensar que era la persona más extraña en el mundo, pero luego pensé, hay mucha gente así en el mundo, tiene que haber alguien como yo, que se sienta bizarra y dañada de la misma forma en que yo me siento. Me la imagino, e imagino que ella también debe estar por ahí pensando en mí. Bueno, yo espero que si tú estás por ahí y lees esto sepas que, sí, es verdad, yo estoy aquí, soy tan extraña como tú”

                                                                                                                                        Frida Kahlo


lunes, 23 de marzo de 2015

Paredes del pasado

«Me gustaría estrechar tu cuello entre mis brazos y depositar mis besos en tus hermosos labios»

Hace muchos años, en Pompeya, algunos ciudadanos dejaban su romántica huella en las paredes de la ciudad. Románticos empedernidos los hubo, los hay y los habrá siempre.



martes, 2 de septiembre de 2014

Refugio


"Contar en este mundo incierto con algún refugio que no pueda ser destruído, es de primordial importancia"




Mary Wollstonecraft







martes, 3 de diciembre de 2013

Galadriel - Parte 4/2



Abrí los ojos, volviendo a la realidad, a la dolorosa realidad. Mi cuerpo estaba paralizado de dolor. Sentía mis extremidades entumecidas, como si mis músculos estuvieran desgarrados. Mi boca se abrió en un intento de queja, de trasmitir un agónico alarido, pero en cambio solo emití un patético murmullo.

Mis ojos fueron recobrando visión, al tiempo que mi conciencia se recobraba de un extraño estado onírico que me había hecho soñar con la bestia que me había hecho esto, un monstruo. Estaba totalmente desorientada, y hasta ahora no me había dado cuenta de que yacía en una enorme cama. Dirigí mis ojos con mucho cuidado hasta mi cuerpo, intentando no mover ni un ápice de mí misma, temiendo que el dolor agudo que tenía por todo el cuerpo se incrementara. Para mi sorpresa, estaba ilesa. No tenía ni una gota de sangre sobre mí, ni un rasguño. Intenté recuperar información de mi confusa cabeza, lo que pasó antes de estar ahí, antes del extraño sueño con el cuervo.
Me mordió, al fin recordé. ¿Qué se supone que pasó después? Mis ojos se abrieron ante el horror por la incertidumbre de no saber si quiera por qué seguía respirando ni porque estaba en la enorme cama, a oscuras. Y entonces noté algo. Una presencia. Una extraña presencia estaba en la habitación. Detuve mis pensamientos para fijarme en lo que tenía alrededor. Reconocí la habitación. La habitación del monstruo.

Todo estaba completamente a oscuras, salvo por algo de luz proveniente de las ascuas de la hoguera, prácticamente apagadas, que estaban frente a mí. Tenía la cabeza reposada en una almohada mullida y enorme, lo que me facilitaba la visión sin tener que moverme. Mis ojos se fijaron en un punto. Estaba allí, junto la chimenea de la habitación, podía sentirlo, mirándome. Sentía sus ojos observándome, y el ya se había percatado de que yo ya sabía que estaba ahí, escondido entre las sombras, en silencio. Mis ojos no se apartaron de la oscuridad donde él estaba ni un segundo. Quería respuestas, estaba muriendo de miedo, furia y dolor por igual. ¿Qué me había hecho? Intenté articular palabra, pero otro insignificante murmullo salió de mi boca.

- Estás muriendo – dijo él con voz grave y calmada, cortando el profundo silencio.

Tras sus crudas palabras escuché nítidamente como abría una botella de cristal, y el olor de la fuerte bebida llegó hasta mí como si yo misma estuviese degustando el licor, bajando por mi doliente garganta. Mi visión se estaba haciendo cada vez más aguda, ya podía situarlo junto a la chimenea, sentando en un enorme sillón, traspasándome con su intensa mirada, con una copa de cristal en una mano mientras la otra descansaba en el brazo del sillón. Estaba sentado muy erguido, como si su cuerpo estuviese en tensión, aunque su rostro reflejaba más bien lo contrario.

- Se lo que estás pensando – Bebió un trago. Media sonrisa apareció en su rostro, sin apartar la vista de mí. – Por suerte o desgracia para ti, no vas a morir. Tu cuerpo ya lo hizo, de hecho, anoche, ahí fuera. Yo mismo lo hice. – Tras una pausa, bebió un pequeño trago más - Y ahora mismo te estarás haciendo otra pregunta, ¿verdad? – La sonrisa ya era completa, algo en sus palabras le causaba diversión -Sientes tanto dolor porque tu cuerpo está volviendo a la vida. No en la misma forma que antes, claro. Sentirás una extraña sed, que ningún líquido calmará. La luz del sol te molestará, y si te expones a ella incluso te destruirá. Te he dado el mejor de los regalos. La eternidad; al precio de vivir en las tinieblas, en la noche. Y ahora me perteneces.

Se levantó del sillón, con un semblante siniestro, y la grandeza del vampiro eclipsó la poca luz que emitía la agonizante hoguera.  Se detuvo frente a la chimenea, con la mirada absorta en el calor del fuego. Su cabellera oscura caía hacia abajo por uno de los lados de su rostro y por la espalda. Tras unos segundos en silencio, mientras observaba las ascuas, prosiguió con su discurso, ahora con un tono más serio.

- Somos una mezcla entre muerte, maldición y aberración. Ahora eres como nosotros, y debes aceptarlo o morir. Esa decisión es totalmente tuya – Se giró para mirarme y volver al sillón desde donde me observaba. En su rostro ya no había restos de humor, sino un semblante totalmente serio. No sabía lo que le pasaba por la mente, pero tenía la impresión de que distintos pensamientos cruzaban su mente, algunos le gustaban y otros, claramente, no. Su humor cambiaba con tanta facilidad que era difícil adivinar lo que pensaba.

Se quedó en silencio un largo rato, escudriñando mi rostro hasta el último ápice, sentado y sosteniendo la copa sin beber. Yo mientras, intentaba asimilar lo que me acababa de decir. Me había convertido en un monstruo. Una bestia del mal. Había condenado mi alma a una vida de sangre y muerte.

- Si aceptas lo que eres, deberás obedecerme y servirme y estarás bajo mi protección y la de toda mi casa. Ahora no entiendes nada, pero si osas cruzar la línea descubrirás de lo que hablo y porque he hecho esto. Yo no quería, créeme. No porque me compadeciera de ti, por el contrario, anhelaba beber de ti y después terminar, cobrarme tu vida al igual que he hecho con miles más, a cambio de continuar con la mía. Mi plan era darte muerte una vez me alimentara de ti. Pero una persona me hizo cambiar de opinión. Veremos si se equivoca o no – terminó la frase con un tono pensativo, casi susurrando, como si acabara de recordar algo.

Se volvió a levantar, pero esta vez se dirigía hacia la puerta.

- La noche acaba de caer. Pronto estarás bien – Antes de abandonar la habitación, sus ojos plateados se clavaron en los míos, de nuevo, y noté la conexión que había notado en el sueño, una unión más allá de la carne, una atracción extraña e ineludible, oscura y siniestra – Decídete.

Tras su partida las ascuas se apagaron totalmente, y  la total oscuridad me envolvía, calmando el dolor de mi cuerpo, reconfortándome, devolviéndome a la vida. Me encogí sobre mí misma. Sentía un enorme vacío. Mi humanidad me había sido arrebatada, junto con la salvación de mi alma ahora condenada. El odio y la oscuridad empezaron a llenar el vacío, recargándome con una extraña energía. Sentía como la oscuridad se filtraba por mi piel y se adhería a mi alma corrompida. Era mi nueva aliada, mi refugio.
Tras unos instantes, me incorporé. Ya había tomado una decisión.




miércoles, 25 de septiembre de 2013

Manos

En el porche medio podrido de una casita de madera próxima al borde del barranco cerca de Winesburg, Ohio, un hombrecillo gordo caminaba nerviosamente de un lado a otro. Más allá de un extenso terreno sembrado de tréboles, el cual sólo había producido abundantes hierbas de mostaza, el hombre podía ver la carretera por donde pasaba un carro lleno de recolectores de bayas de regreso de los cultivos. Eran jóvenes y doncellas que reían y gritaban ruidosamente. Un muchacho de blusa azul saltó del carro y trató de jalar a una de las chicas, que en protesta soltó un chillido agudo y penetrante. Los pies del joven levantaban en el camino una nube de polvo frente al rostro del sol poniente. A través del vasto campo se dejó oír una voz fina y aniñada. “Oh, Wing Biddlebaum, peínate, se te cae el pelo en los ojos”, ordenó la voz al hombre calvo, cuyas manos pequeñas y nerviosas, jugaban con su frente blanca y desnuda, como si arreglaran una madeja de bucles enredados.

Wing Biddlebaum, siempre asustado y acosado por una banda fantasmal de dudas, no sentía formar parte del pueblo donde había vivido durante veinte años. Entre todos los habitantes de Winesburg, uno solo se le había acercado, George Willard, hijo de Tom Willard, dueño del New Willard House, con quien había formado algo parecido a una amistad. George Willard era el reportero del Águila de Winesburg y algunas veces, al atardecer, caminaba hasta la casa de Wing Biddlebaum. Ahora el anciano se paseaba de un lado a otro del porche moviendo las manos nerviosamente, mientras esperaba a que George Willard viniera a pasar la velada con él. Cuando el carro en que iban los recolectores se alejó, cruzó el terreno a través de la alta hierba y, trepando una cerca, miró fija y ansiosamente a lo largo del camino hacia el pueblo. Permaneció así unos momentos frotándose las manos y observando la carretera de extremo a extremo. Luego, vencido por el miedo, regresó corriendo a pasearse nuevamente por el porche de su casa.

Wing Biddlebaum, que durante veinte años había sido el misterio del pueblo, perdía un tanto su timidez ante George Willard, y su personalidad sombría, inmersa en un mar de dudas, emergía para contemplar el mundo. Con el joven reportero a su lado, se aventuraba a la luz del día en la calle Main o caminaba de un lado a otro por el porche deteriorado de su casa hablando excitadamente. La voz baja y temblorosa se tornaba aguda y fuerte, y la figura encorvada se enderezaba. Con una especie de coleteo, como del pez que el pescador devuelve al arroyo, Biddlebaum el silencioso comenzaba a hablar, esforzándose por poner en palabras las ideas acumuladas en su mente durante largos años de mutismo.

Wing Biddlebaum hablaba mucho con las manos. Sus expresivos dedos delgados, siempre activos y luchando incesantemente por esconderse en los bolsillos o tras la espalda, aparecían para convertirse en las varillas del pistón de su maquinaria de expresión.

La historia de Wing Biddlebaum es una historia de manos. Su incansable actividad, como el aleteo de un pájaro aprisionado, le dio su nombre. Se le ocurrió a algún poeta oscuro de la ciudad.* Las manos alarmaban a su dueño. Quería mantenerlas ocultas y, en cambio, contemplaba con asombro las manos inexpresivas y tranquilas de otros hombres que trabajaban junto a él en los campos o que conducían tiros de caballos soñolientos por los caminos rurales.

Cuando hablaba con George Willard, Wing Biddlebaum cerraba los puños y golpeaba una mesa o las paredes de su casa, acción que le hacía sentirse más cómodo. Si le entraba el deseo de charlar mientras caminaban por los cultivos, buscaba un tronco o la tabla más alta de una cerca y, con manos diligentes, hablaba con renovado desahogo.

La historia de las manos de Wing Biddlebaum se merece un libro aparte. Si se expone con simpatía revelará muchas cualidades extrañas y hermosas de los hombres oscuros. Es trabajo para un poeta. En Winesburg las manos llamaron la atención solamente por su actividad. Con ellas Wing Biddlebaum llegó a recoger hasta ciento cuarenta arrobas de fresas en un día. Se convirtieron en su rasgo distintivo, en la fuente de su fama. También provocaron que su personalidad evasiva y grotesca se hiciera más grotesca aún. Winesburg sentía el mismo orgullo por las manos de Wing Biddlebaum que por la casa de piedra nueva del banquero White, o por Tony Tip, el potrillo bayo de Wesley Moyer que ganó dos contra quince en las carreras de otoño de Cleveland.

En cuanto a George Willard, en diversas ocasiones quiso preguntar sobre las manos. A veces se apoderaba de él una curiosidad casi irresistible. Creía que su extraña actividad e inclinación a permanecer ocultas se debía a un fuerte motivo, y solamente el creciente respeto que sentía por Wing Biddlebaum le impedía soltar las preguntas que le venían a la mente.

Una vez estuvo a punto de cuestionarlo. Ambos caminaban por los campos una tarde de verano y se detuvieron para sentarse en un montón de hierba. Durante todo ese tiempo Wing Biddlebaum habló como un inspirado. Se paró junto a una cerca y, golpeando las tablas como un pájaro carpintero gigante, le gritó a George Willard censurándolo por permitir que la gente a su alrededor influyera tanto en él.

—Usted se está destruyendo –le gritó–. Se inclina a estar solo, a soñar, y tiene miedo de los sueños. Quiere ser igual a todos en este pueblo. Los escucha e intenta imitarlos.

Sentado en la hierba Wing Biddlebaum volvió a insistir sobre el punto. Su voz se tornó suave, evocadora, y con un suspiro de satisfacción, se lanzó a una conversación vaga hablando como perdido en un sueño.

Del sueño, Wing Biddlebaum le pintó un cuadro a George Willard en donde los hombres nuevamente vivían en una especie de edad de oro pastoril. Después de cruzar la campiña abierta, verde, llegaron unos jóvenes bien proporcionados a pie y a caballo. En grupos se colocaron a los pies de un anciano que les habló sentado bajo un árbol en un jardincito.

Wing Biddlebaum se inspiró plenamente. Por una vez se olvidó, de sus manos. Poco a poco se deslizaron frente a él hasta posarse eh los hombros de George Willard. En su voz aparecía algo nuevo e intrépido.

—Debe procurar olvidar todo lo que ha aprendido –dijo el anciano–. Debe empezar a soñar. De hoy en adelante no prestará atención a las voces que rugen.

Wing Biddlebaum interrumpió su discurso y miró prolongada y vehementemente a George Willard. Sus ojos brillaban. De nuevo alzó las manos para acariciar al joven y, de repente, una expresión de horror cruzó por su rostro.

Con un movimiento convulsivo del cuerpo, Wing Biddlebaum se levantó de un salto y metió las manos hasta el fondo de los bolsillos del pantalón. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Debo regresar a casa. No puedo seguir hablando con usted –dijo nerviosamente.

Sin voltear hacia atrás el anciano bajó la colina y cruzó un prado apresuradamente, dejando a George Willard perplejo y asustado en el montículo de hierba. El muchacho se levantó estremeciéndose de miedo y caminó por la carretera hacia el pueblo. “No le preguntaré sobre sus manos”, pensó conmovido al recordar el terror en los ojos del hombre. “Algo anda mal pero no quiero saber lo que es. Sus manos tienen que ver con el miedo que me tiene a mí y a cualquiera.”

Y George Willard tenía razón. Veamos rápidamente la historia de las manos. Es posible que si hablamos de ellas surgirá el poeta que contará la anécdota asombrosa y oculta sobre la influencia que ejercían las manos como banderas ondeantes de promesa.

En su juventud Wing Biddlebaum había sido maestro de escuela en una ciudad de Pennsylvania. En aquel tiempo no se le conocía como Wing Biddlebaum sino que tenía un nombre menos eufónico, Adolph Myers. Como Adolph Myers los niños de la escuela lo habían llegado a querer mucho.

Por naturaleza, Adolph Myers estaba destinado a ser profesor de niños. Era uno de esos nombres raros e incomprendidos que gobiernan por medio de un poder tan gentil que se confunde con una adorable debilidad. En su sentir hacia los niños a su cargo, tales hombres no difieren de un tipo más fino de mujeres en su amor por los hombres.

Y sin embargo, esto se ha dicho de una manera muy cruda. Es entonces cuando se necesita al poeta. Con los niños a su cargo, Adolph Myers había caminado por las tardes o se había sentado a conversar hasta el anochecer en los escalones de la escuela, perdido en una especie de sueño. Sus manos iban de un lado a otro, acariciaban los hombros de los niños, jugaban con las cabezas despeinadas. Conforme hablaba, su voz se tornaba suave y musical. En ello también había una caricia. De alguna manera, su voz y las manos, las palmadas en los hombros y el jugueteo con el pelo eran parte de su esfuerzo por transmitir un sueño a las mentes jóvenes. Por medio del roce de sus dedos se expresaba a sí mismo. Era uno de esos hombres en quienes la fuerza que crea la vida se diluye, no se concentra. Bajo la caricia de sus manos la duda y la incredulidad salían de las mentes infantiles y entonces empezaban también a soñar.

Y luego la tragedia. Un niño de la escuela, poco inteligente, se enamoró del joven profesor. Por la noche, en su cama, imaginaba cosas innombrables y, en la mañana, procedía a contar sus sueños como si fueran hechos. De esos labios colgantes salían acusaciones extrañas, repugnantes. Un estremecimiento sacudió a la ciudad de Pennsylvania. Las dudas ocultas y sombrías latentes en las mentes de los hombres en relación a Adolph Myers se transformaron en creencias.

La tragedia no esperó. A empujones sacaron de sus camas a los muchachos temblorosos para interrogarlos. “Me abrazó”, dijo uno. “Sus dedos jugaban continuamente con mi pelo”, dijo otro.

Una tarde un hombre de la ciudad dueño de una cantina, Henry Bradford, vino a la puerta de la escuela. Sacó a Adolph Myers al patio y empezó a darle de puñetazos. Conforme los duros nudillos daban en la cara horrorizada del maestro, se encolerizaba más y más. Muertos de susto los niños corrían por todos lados como insectos alborotados. “Yo le enseñaré a ponerle las manos encima a mi hijo, bestia”, rugía el dueño de la cantina que, ya cansado de golpear al maestro, había empezado a patearlo por todo el patio.

Durante la noche obligaron a Adolph Myers a dejar la ciudad de Pennsylvania. Una docena de hombres con linternas llegaron hasta la puerta de la casa donde vivía solo y le exigieron que se vistiera y saliera. Llovía y uno de los hombres llevaba una soga en la mano. Tenían la intención de colgar al maestro, pero algo en su figura, tan pequeña, blanca y triste, los conmovió y lo dejaron escapar. Conforme veían al hombre correr en la oscuridad, se arrepintieron de su debilidad y fueron tras él, insultándolo y aventándole palos y grandes bolas de lodo, mientras él gritaba y corría cada vez más rápido en la penumbra.

Adolph Myers había vivido solo en Winesburg veinte años. Tenía solamente cuarenta años, pero aparentaba sesenta y cinco. Tomó el nombre de Biddlebaum de una caja de mercancías que vio en una estación de carga cuando atravesaba una ciudad al este de Ohio. Tenía una tía en Winesburg, una mujer de dientes negros que criaba pollos y con quien vivió hasta que ella murió. Había estado enfermo durante un año tras la experiencia en Pennsylvania y, después de su recuperación, trabajó como labriego en los campos, yendo y viniendo con timidez y luchando para ocultar sus manos. Aunque no comprendía lo que había sucedido, sintió que sus manos eran las culpables. Una y otra vez los padres y los niños se habían referido a ellas. “No meta las manos donde no debe”, el cantinero le había gritado bailando con furia en el patio de la escuela.

En el cobertizo de su casa junto al barranco, Wing Biddlebaum continuó caminando de un lado a otro hasta que desapareció el sol y el camino al borde del campo se perdió en las sombras grises. Al llegar a su casa cortó unas rebanadas de pan y las untó con miel. Cuando el retumbar del tren nocturno que jalaba los vagones expresos cargados con la cosecha del día pasó y se restauró el silencio de la noche de verano, empezó de nuevo a pasear por el porche. En la penumbra no podía verse las manos y entonces dejaban de moverse. Aunque anhelaba la presencia del joven, único medio a través del cual expresaba su amor al hombre, su ansiedad de nuevo se transformó en parte de su soledad y de su espera. Wing Biddlebaum encendió una lámpara para lavar los pocos platos sucios de su comida tan simple y, tras instalar un catre junto a la puerta de alambre que daba al porche, se desvistió para pasar la noche. Quedaron unas cuantas morusas de pan blanco esparcidas por el piso limpio junto a la mesa; colocó la lámpara en un banquito y comenzó a recoger las migajas, llevándose una por una a la boca con increíble rapidez. En la mancha de luz bajo la mesa, la figura arrodillada parecía un sacerdote ejerciendo servicio en su iglesia. Los dedos expresivos y nerviosos que entraban y salían de la luz podrían haberse confundido con los de un devoto que repasa ágilmente diez tras diez de su rosario.

Sherwood Anderson. Literatura Norteamericana.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Galadriel - Parte 4/1



La noche era roja y se cernía sobre mí desde aquel balcón donde veía el horizonte cargado de espesa niebla. Las nubes se agolpaban en el cielo con furia y violencia provocando pequeños truenos. Tras ellas, la luz de la luna se derramaba, tiñendo todo lo que me rodeaba de ese tono rojizo que caracterizaba esa extraña noche. El viento movía las ramas de los arboles del espeso bosque que apenas se veía a lo lejos. Escuchaba con claridad como las hojas del suelo eran arrastradas cerca de mí, el chasquido de ramas secas al chocar que provenía de alguna parte en la lejanía. Cerré los ojos, concentrada en los sonidos de la naturaleza. Me sentía extrañamente bien, demasiado relajada y tranquila. Sonreí. El viento, de repente, se volvió gélido, trayendo consigo una advertencia. Abrí los ojos y me encogí, abrazándome a mí misma e intentando atrapar la calidez que quedaba en mi cuerpo antes de que el frio se apoderara de mí.

Estaba sola y me di cuenta de que no sabía qué hacía allí. ¿Dónde estoy? ¿Estaré esperando a alguien? No recordaba ni como había llegado ni para qué estaba parada en ese lugar. Quise darme la vuelta, ver lo que tenía tras de mí o simplemente marcharme pero al intentar moverme me di cuenta de que mi cuerpo no me respondía. Comencé a alarmarme y a entrar en pánico. ¿Qué me pasa? Por más que intenté moverme, mis piernas siguieron aferradas al suelo. Un rayo cayó muy cerca y los truenos sucedían ahora uno tras otro sin cesar, vaticinando una inminente tormenta. Pero había algo más. Unos sonidos agudos provenían del cielo y cada vez se escuchaban con más claridad, más cercanos. Alcé la vista sobre mi cabeza para descubrir de donde provenían y fue entonces cuando me estremecí.

Una espesa y oscura nube de cuervos se movía creando un círculo sobre mí. Para mi sorpresa el circulo se hacía más grande a cada instante, como si las aves se multiplicaran. Tenía los ojos muy abiertos, no podía creer lo que veía. Mis músculos se tensaron aunque seguía sin moverme. Los graznidos eran más y más intensos y su vuelo más irregular a medida que el circulo se hacía más grande. Observé con desconcierto y miedo algo que yo jamás había visto ni experimentado. Los cuervos auguran muerte y maldición, pensé. Cerré los ojos y desee que se fueran.
 De repente un calor extraño cubrió mi cuerpo poco a poco, sobresaltándome. Abrí los ojos, creyendo que algo me quemaba. Un torrente de sangre espesa y caliente fluía por mi ahora desnudo cuerpo y resbalaba hasta caer al suelo. Quise gritar pero mi boca no emitió sonido alguno. Mis ojos se dirigieron con horror a la nube de cuervos, temiendo que la sangre los atrajera. Los graznidos aumentaron otra vez al notar que los observaba, aunque ahora se movían de una forma más caótica. Grandes cuervos salían de la nube llamando  mi atención por su desmesurado tamaño, pero volvían a mezclarse en la espesa oscuridad de su unión. De pronto salió un gran cuervo que atrajo toda mi atención y mis ojos se clavaron sin remedio en él. Me atraía de una forma extraña, como si me hipnotizara. De alguna forma sabía que venía a por mí, y aunque estaba aterrada, una parte de ser que yo no entendía ansiaba que me alcanzara. Ese pensamiento me sorprendió. ¿Es que acaso deseas morir?, me preguntaba. El cuervo desapareció en un abrir y cerrar de ojos, pero sentía que estaba cerca. El calor asfixiante había desaparecido. Me observé de nuevo y vi que la sangre ya no fluía sobre mí, pero había dejado mi cuerpo totalmente cubierto.

Tras un potente trueno comenzó a llover de una forma muy violenta. El sonido de los cuervos desapareció por completo, reemplazado por el ruido del agua cayendo estrepitosamente contra el suelo. Entre el sonido de la lluvia escuché a mi espalda unas alas que cesaban su vuelo, y como si algo me hubiera liberado, mi cuerpo al fin reaccionó. Me giré lentamente para observar lo que tenía detrás. Entre la lluvia, en medio del largo balcón, estaba el cuervo. Mi cuerpo se movió con voluntad propia y empezó a aproximarse lentamente al oscuro animal. El cuervo no se distinguía claramente, pero parecía no moverse. A cada paso que daba se iba revelando cuán enorme era la criatura que tenía frente a mí. La monstruosidad de sus dimensiones me asustaba pero mis piernas seguían caminando hacia él en un acto suicida. Repentinamente alzó el vuelo antes de que lo lograra ver bien y me detuve. Tras unos instantes, algo enorme aterrizó tras mi espalda, y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Me giré. El enorme cuervo no era sino lo que yo ya temía. Era él. Un rayo surcó el cielo de la noche y nos iluminó. Las plumas negras cubrían la mayor parte de su cuerpo. Su pelo, tan oscuro e intenso como sus plumas, caía por ambos lados de su cara, fusionándose con el resto del plumaje. Sus ojos plateados me miraban intensamente y una sonrisa torcida apareció en sus labios mientras extendía el brazo, pidiendo mi mano. Otra vez mi cuerpo se adelantó  y le dio lo que él quería. En ese momento, agarró con fuerza mi mano y me atrajo hacia él. Sus oscuras y enormes alas se curvaron para atraparnos entre ellas, cortándome el aliento con su gélido abrazo.

 Fue entonces cuando desperté.



viernes, 31 de mayo de 2013

Erraba solitario como una nube

Erraba solitario como una nube
que flota en las alturas sobre valles y colinas,
cuando de pronto vi una muchedumbre,
una hueste de narcisos dorados;
junto al lago, bajo los árboles,
estremeciéndose y bailando en la brisa.

Continuos como las estrellas que brillan
y parpadean en la Vía Láctea,
se extendían como una fila infinita
a los largo de aquella ensenada;
diez mil narcisos contemplé con la mirada,
que movían sus cabezas en animada danza.

También las olas danzaban a su lado,
pero ellos eran más felices que las áureas mareas:
Un poeta sólo podía ser alegre
en tan jovial compañía;
yo miraba y miraba, pero no sabía aún
cuánta riqueza había hallado en la visión.

Pues a menudo, cuando reposo en mi lecho,
con humor ocioso o pensativo,
vuelven con brillo súbito sobre ese ojo
interior que es la felicidad de los solitarios;
y mi alma se llena entonces de deleite,
y danza con los narcisos.



WILLIAM WORDSWORTH. LITERATURA INGLESA. PERIODO ROMÁNTICO.

miércoles, 1 de mayo de 2013

La bohème


Estábamos tirados en la ladera de un prado, ni siquiera recuerdo dónde fue exactamente. Era primavera y estábamos rodeados de flores y de intrépidos insectos que amenazaban con romper nuestro infranqueable momento de paz. El sol del atardecer bañaba todo lo que teníamos ante nuestros ojos y nos trasmitía ese calor tan agradable que solo se podía lograr en esa estación de año. Habíamos estado filosofando alegremente sobre una cosa y la otra, aunque yo sabía que ella estaba mal, y aunque le había preguntado repetidas veces, no había accedido a contarme ni una sola palabra.  Después de un largo rato en un tranquilo silencio, ella decidió hablar.

- Sé que soy como un animal herido. Ni aunque la más tierna mano se me acercara con una promesa de curación instantánea la aceptaría. Por el contrario, seguramente la mordería, como perro rabioso que soy, y luego la dejaría sangrando y me alejaría.

Yo no contesté, pues sabía que iba a proseguir. Ella seguía con su aire ausente, siempre presente en su rostro, bohemia, y sus ojos me mostraban esa mirada perdida que era más que habitual en ella.

- Simplemente dejaré que el tiempo cure mis heridas, como ya es costumbre, hasta que la costra se seque, se caiga y ya no me vuelva a acordar siquiera del agravio que me la causó.

Yo le creí. No había tenido una vida muy alegre que digamos, aunque ella siempre decía que podría estar peor, que había gente que estaba en peor situación que la suya, y así se auto convencía de que su vida no era tan miserable como realmente era. Pero seguramente lo que le ocurría la hundió, o no sé, porque después de aquella tarde no la volví a ver. Quizá se fue y tuvo una vida feliz en cualquier otro lugar, o puede que esté vagabundeando por alguna calle de alguna ciudad. Sólo sé que después de aquello me sentí como si un animal herido me hubiese mordido y me hubiese abandonado a merced de mi desamparo y mi nostalgia, aunque me gusta pensar que su alma libre sintió la necesidad de marcharse y volar.

miércoles, 17 de abril de 2013

Recuerdos

Y al final las cosas buenas que nos ocurren en el pasado sólo se quedan en eso, recuerdos.

Spring sprouts




Oda a la primavera - Pablo Neruda

 Primavera
temible,
rosa
loca,
llegarás,
llegas
imperceptible,
apenas
un temblor de ala, un beso
de niebla con jazmines,
el sombrero
lo sabe,
los caballos,
el viento
trae una carra verde
que los árboles icen
y comienzan
las hojas
a mirar con un ojo,
a ver de nuevo el mundo,
se convencen.
Todo está preparado,
el viejo sol supremo,
el agua que habla,
todo,
y entonces
salen todas las faldas
del follaje,
la esmeraldina,
loca
primavera,
luz desencadenada,
yegua verde,
todo
se multiplica,
todo
busca
palpando
una materia
que repita su forma,
el germen mueve
pequeños pies sagrados,
el hombre
ciñe
el amor de su amada,
y la tierra se llena
de frescura,
de pétalos que caen
como harina,
la tierra
brilla recién pintada
mostrando
su fragancia
en sus heridas,
los besos de los labios de claveles,
la marea escarlata de la rosa.
Ya está bueno!
Ahora,
primavera,
dime para qué sirves
y a quién sirves.
Dime si el olvidado
en su caverna
recibiò tu vista,
si el abogado pobre
en su oficina
vio florecer tus pétalos
sobre la sucia alfombra,
si el minero
de las minas de mi patria
no conociò
más que la primavera negra
del carbòn
o el viento envenenado
del azufre.

Primavera,
muchacha,
te esperaba!
Toma esta escoba y barre
el mundo.
Limpia
con este trapo
las fronteras,
sopla
los techos de los hombres,
escarba
el oro
acumulado
y reparte
los bienes
escondidos,
ayúdame
cuando
ya
el
hombre
esté libre
de miseria,
polvo,
harapos,
deudas,
llagas,
dolores,
cuando
con tus transformadoras manos de hada
y las manos del pueblo,
cuando sobre la tierra
el fuego y el amor
toquen tus bailarines
pies de nácar,
cuando
tú, primavera,
entres
a todas
las casas de los hombres,
te amaré sin pecado,
desordenada dalia,
acacia loca,
amada,
contigo, con tu aroma,
con tu abundancia, sin remordimiento
con tu desnuda nieve
abrasadora,
con tus más desbocados manantiales
sin descartar la dicha
de otros hombres,
con la miel misteriosa
de las abejas diurnas,
sin que los negros tengan
que vivir apartados
de los blancos,
oh primavera
de la noche sin pobres,
sin pobreza,
primavera
fragante,
llegarás,
llegas,
te veo
venir por el camino:
ésta es mi casa,
entra,
tardabas,
era hora,
qué bueno es florecer,
qué trabajo
tan bello:
qué activa
obrera eres,
primavera,
tejedora,
labriega,
ordeñadora,
múltiple abeja,
máquina
transparente,
molino de cigarras,
entra
en todas las casas,
adelante,
trabajaremos juntos
en la futura y pura
fecundidad florida.


domingo, 7 de abril de 2013

La máscara de la muerte roja - Edgar Allan Poe

Aquí os dejo el cuento completo en español. Espero que os guste tanto como me gustó a mí.



La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.
Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.
A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.
Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.
Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.
Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.
-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!
Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.
Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.